La lactancia de Nil
Empezó a llorar y ella, temerosa, miró el reloj. Veinte minutos desde la última toma. Solo veinte minutos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Cogió a su bebé en brazos y, al hacerlo, se estremeció. Cerró los ojos, apretó los dientes y se lo acercó al pecho. Él se enganchó, y ella lloró.
Pasó así más de media hora, peleando porque cogiera el pecho, peleando porque no llorara, deseando que todo terminara. Se preguntaba qué estaba haciendo mal, se culpaba y sentía que no era lo suficientemente buena.
En su cabeza resonaban voces que la desgarraban. Su madre, diciéndole que ella no tuvo leche para amamantar. Su suegra, asegurando que hoy en día las mujeres se quejan por todo. Su pareja, insistiéndole en que abandonara la lactancia y le diera un biberón. Sus conocidas, repitiéndole que dar el pecho no debería doler. No ayudaba tener a Nil en brazos y sentir que su pecho no lo saciaba, que no lo alimentaba, que lo que debería ser un vínculo entre ambos se estaba convirtiendo en una brecha, cada vez más grande, cada vez más profunda.
Se sentía lejos de su hijo. Le estaba fallando como madre. Se fallaba a sí misma como mujer.
Cuando iba al baño y pasaba por delante del espejo evitaba mirarse el pecho. No podía. Rechazaba ese pecho lleno de grietas y heridas que no lograba consolar a su pequeño, que no lo nutría y que, a ella, le arrebataba las ganas de seguir.
Aquella noche, después de otro intento fallido, se derrumbó. Sentada en la penumbra de su habitación, con Nil dormido sobre su pecho herido, sintió que se rompía en mil pedazos. No podía más. La culpa la ahogaba, el dolor la paralizaba y el miedo a seguir fallando la consumía.
Fue entonces cuando, entre sollozos, agarró el teléfono y marcó el número de Paulina. No sabía bien qué decir, pero en cuanto escuchó su voz, todo se desbordó.
—No puedo más, Pau… No puedo… —Su llanto era entrecortado, un torrente de angustia contenida.
Paulina no la interrumpió. La dejó hablar, llorar, vaciarse. Y cuando el silencio se instaló entre ambas, su voz fue un bálsamo:
—No estás sola. Esto no es tu culpa. Vamos a encontrar una solución.
Al día siguiente, Paulina la llevó a ver a una asesora de lactancia. No quería ir. Temía que le dijeran lo que ya creía saber: que su pecho no servía, que su leche no era suficiente, que Nil nunca se saciaría. Pero cuando la asesora observó a su bebé y con dulzura le revisó la boquita, la verdad llegó como una sacudida:
—Nil tiene frenillo. Por eso le cuesta tanto succionar y por eso sientes tanto dolor. Pero tranquila, esto tiene solución.
La madre sintió que el aire volvía a entrar en sus pulmones. No era ella. No era su pecho. No era su incapacidad. Era algo real, algo que podía tratarse.
La asesora le explicó los pasos a seguir, le enseñó nuevas posturas, le habló con ternura y sin juicios. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió esperanza.
Días después, tras la pequeña intervención, Nil mamó como nunca antes. Sin pelea, sin llanto, sin heridas. Y ella, con lágrimas en los ojos, lo abrazó fuerte, sintiendo cómo el vínculo entre ambos se cosía de nuevo, punto por punto, como una herida que por fin empezaba a sanar.
Se miró en el espejo del baño y, por primera vez en semanas, no evitó su reflejo. Se vio cansada, sí. Pero también fuerte. Y con una sonrisa temblorosa, supo que lo estaba logrando.